Confieso que no me gusta el invierno, odio sus días cortos, sus noches tempranas, la ropa que usamos, la excesiva cantidad de ropa que usamos y, por lo tanto, la excesiva cantidad de ropa que debemos lavar y planchar.
Confieso que el invierno me deprime, siento que las horas no me alcanzan para nada aunque haga mil cosas, que a veces entro y salgo de trabajar con el cielo oscuro y las estrellas desparramadas como muchos botoncitos brillantes en un terciopelo muy azul.
Confieso que en invierno extraño horrores los días calurosos y llenos de risas y pileta y río del verano, y las noches de asado, o pizza a la parrilla, o tostaditos, o lo que sea, regadas de cerveza bien fría y largas sobremesas de amigos.
Confieso también que la mayoría de mis amigas cumple años durante el invierno y eso nos da una hermosa excusa para, una noche cualquiera, juntarnos alrededor de una mesa y tener un pequeño adelanto de las largas tardes del verano que vendrá.
Confieso que disfruto mucho al regalarles algo de lo que ellas llaman «tu habilidad», sobre todo porque ellas, mis amigas que cumplen años en invierno, no sé por qué razón, creen que mi apego por la costura, el bordado, el tejido, es una especie de «magia» desconocida para ellas.
Confieso, en fin, que el invierno me vuelve muy melancólica pero de esa melancolía también surgen lindas cosas.